Crecí en los años ochenta. En los años ochenta había
flequillos cardados, hombreras hasta en los pijamas y fotos que nos
hicieron y que preferiríamos no sólo olvidar sino pagar porque quemaran
vivos a los que tienen las fotos que deberían ser quemadas. Pero como es
tu familia la que atesora tan preciado documento gráfico, pues te
tienes que aguantar y sólo te queda echarle la culpa a los ochenta,
cuando tu madre aparece con las fotos ante tu novio nuevo y avergonzado.
Cómo son las madres, no tienen verguenza. Ni la detectan. Se lanzan a
enseñar fotos tuyas con la camiseta por dentro de los pantalones sin
reparar en que estás detrás de tu novio, el que te respetaba y pensaba
de ti cosas buenas, diciendo noooooooooooooooooooooo a lo cine mudo y
moviendo los brazos cual aspas de los molinos que sí veía El Quijote.
Pero bueno en los años ochenta no sólo había estilismos desenfrenados
y mantequilla de tres colores, también había canciones. Todos teníamos
hermanos, tios, primos que escuchaban canciones. Las letras de esas
canciones hablaban de ti y te comprendían o te hacían bailar y sentirte
muy afortunada. La música no sólo hablaba de ti sino que te daba un
lugar en el mundo, un grupo al cuál pertenecer y no sentirte tan solo.
Yo era pequeña y no pertenecía aún a ningún grupo, pero sabía que las
canciones juntaban a las personas y que ese era mi sitio.
Escuchaba Agarrate fuerte a mi María, Sombra aquí y sombrá allá,
maquíllate, maquíllate, canciones rumberas que hablaban de la libertad,
me asomo a la ventana eres la chica de ayer, te voy a dar una paliza por
haber escrito mi nombre dentro…
Creo que me gustaba más cantar canciones en mi habitación que jugar en la calle. No sé si era tímida o valiente por quedarme en mi universo de palabras y voces, pero creo que me dolía el dolor de los que sufrían en una canción más que el que nunca me hiciera en las rodillas o en los codos cayéndome de la bici.
Además de estar acompañada siempre por canciones, el descubrimiento se extendió a los poemas. Saborear poemas, encontrar novelas, leerlas, todas, tantas, las que te encontrabas y las que te contaban. También vino el teatro, leerlo, escribirlo, actuarlo, exagerarlo. Y vino la guitarra y contar con ella como me sentía o lo que veía.
Y así comprendí que nunca sería profesora de literatura en un instituto y dejé de estudiar oficialmente, para empezar a aprender.
Después los viajes y el amor y las canciones. Años fuera de España en Argentina, Cuba, México. Muchas canciones que escuchar, mucho que aprender, mucho dolor, mucho te quiero y no te quiero y te vuelvo a querer y nadie me quiere, hasta que decido volver a Madrid. Probablemente Madrid sea uno de los grandes amores de mi vida.
Lo demás, ya en Madrid es amor, desamor, leer y comprender la condición humana y la propia. La evolución, el despertar, el cuarto camino, el budismo, ningún camino. Mejor Krishnamurti, los poemas de Alvaro de Campos, mejor no, mejor todo. Sí, todo es bien, todo. Y más canciones.
Y hacer canciones para defender la alegría, pero no sólo la de afuera, sino la de dentro. Para antes de morirnos, vivirnos.
La música como un antídoto que nos devuelve la alegría y termina curándonos del sufrimiento. Para eso serviría la música alegre y bailona, pero no. La alegría que pretendo es la íntima, la de dentro, la que hace que nos estiremos verticales y hermosos, la que nos hace merecer el respeto de quien se respeta. La música que nos hace comprendernos un poco más.
Creo que me gustaba más cantar canciones en mi habitación que jugar en la calle. No sé si era tímida o valiente por quedarme en mi universo de palabras y voces, pero creo que me dolía el dolor de los que sufrían en una canción más que el que nunca me hiciera en las rodillas o en los codos cayéndome de la bici.
Además de estar acompañada siempre por canciones, el descubrimiento se extendió a los poemas. Saborear poemas, encontrar novelas, leerlas, todas, tantas, las que te encontrabas y las que te contaban. También vino el teatro, leerlo, escribirlo, actuarlo, exagerarlo. Y vino la guitarra y contar con ella como me sentía o lo que veía.
Y así comprendí que nunca sería profesora de literatura en un instituto y dejé de estudiar oficialmente, para empezar a aprender.
Después los viajes y el amor y las canciones. Años fuera de España en Argentina, Cuba, México. Muchas canciones que escuchar, mucho que aprender, mucho dolor, mucho te quiero y no te quiero y te vuelvo a querer y nadie me quiere, hasta que decido volver a Madrid. Probablemente Madrid sea uno de los grandes amores de mi vida.
Lo demás, ya en Madrid es amor, desamor, leer y comprender la condición humana y la propia. La evolución, el despertar, el cuarto camino, el budismo, ningún camino. Mejor Krishnamurti, los poemas de Alvaro de Campos, mejor no, mejor todo. Sí, todo es bien, todo. Y más canciones.
Y hacer canciones para defender la alegría, pero no sólo la de afuera, sino la de dentro. Para antes de morirnos, vivirnos.
La música como un antídoto que nos devuelve la alegría y termina curándonos del sufrimiento. Para eso serviría la música alegre y bailona, pero no. La alegría que pretendo es la íntima, la de dentro, la que hace que nos estiremos verticales y hermosos, la que nos hace merecer el respeto de quien se respeta. La música que nos hace comprendernos un poco más.
Me encanta. Oye repites esto en la bío " los años ochenta no sólo había estilismos desenfrenados y mantequilla de tres colores, también había canciones. Todos teníamos hermanos, tios, primos que escuchaban canciones. Las letras de esas canciones hablaban de ti y te comprendían o te hacían bailar y sentirte muy afortunada. La música no sólo hablaba de ti sino que te daba un lugar en el mundo, un grupo al cuál pertenecer y no sentirte tan solo. Yo era pequeña y no pertenecía aún a ningún grupo, pero sabía que las canciones juntaban a las personas y que ese era mi sitio.", una observación solamente y por cierto gracias al administrador por este blog, buen día desde México, churri ;)
ResponderEliminarGracias Benjamin, corregido la repetición de la bio, un saludo..
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